Sentado en un bar, detrás mío hay una señora muy mayor llena de bolsas. Sobre su mesa hay una taza de café con leche ya vacía. Está cantando muy bajito. No escucho lo que dice, pero puedo escuchar la melodía.
Intento distraídamente darme vuelta como si buscara algo. Tiene los ojos cerrados. Está abrigada con ropas viejas. Tiene el pelo largo negro y algunas canas perdidas.
Me doy vuelta para seguir escribiendo y vuelve a cantar en susurros. Parece una melodía maternal. De cuna. O de lápida. Si cierro los ojos puedo imaginarla cantando arrodillada frente a una tumba sin nombre. No puedo imaginarla en otro lugar.
No lo sabía, pero en el cementerio de la Chacarita, hay un sector de indigentes y desconocidos. Allí hay gente enterrada que nadie sabe quién es, ni si tienen familiares. No se por qué, pero puedo verla allí sentada junto a una de esas tumbas. Una específica. Cantado esa melodía. Como si supiera quién está debajo. Mi espalda empieza a crisparse.
Volví a mirar hacia atrás, esta vez, desperezándome. La veo anotar algo en un librito muy pequeño. Pero no puedo seguir viéndola. Si llegara a cruzar una mirada me desmayaría en este momento. Tal vez otro café me devuelva a una temperatura corporal normal. Me siento frío, como si mi piel fuese la de un muerto.
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