viernes, 4 de septiembre de 2009

Sobre la amistad que no necesita de palabras.

Dos hombres, A y B, compartían un mismo cuarto. A era de un país que hablaba un lenguaje totalmente opuesto a B, así que sólo se entendían por señas, para las cosas formales, como hacer el gesto de tomar, comer, me voy, y demás.

Llegaron a ser mejores amigos, sin tener jamás una charla compuesta de palabras. Cenaban en silencio.

Intercambiaban discos. A le daba un disco de Bach, B le devolvía a Mozart. B le prestaba un disco de Tool, y A le daba un disco de Bush. A le mostraba a Miller, y B a Carver. Jarmush devolvía a Gondri, Portishead y Massive Attack a Four Tet y A Perfect Circle.
Buscaban libros, discos, películas, recetas de cocina. La consigna implícita era que la otra persona no conociera ese algo, que tanto le gustará después. Y siempre acertaban.

Cuando caminaban por la calle, llevaban sus reproductores de música, con artistas muy distintos cada uno. A elegía un tema y le pasaba su reproductor a B. Y B lo mismo pero al revés. Y caminaban con la música que el otro escucharía en ese mismo momento.

En sus gustos se encontraban. Sabían cómo pensaban. Se conocían a través de ellos.
Sin hablar.

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