Una tarde de frío y sol, viajando en un tren semi vacío la vi.
Después de el más hermoso de los clichés, no pude dejar de mirarla. Tenía un rodete hecho con un lapiz, y se lo sacó para anotar algo en el libro, dejando que su pelo castaño largo y ondulado cayera por la suave gravedad que la rodeaba. La luz de atardecer entraba por la ventana y su camisa blanca encandilaba mi vista oscura.
Yo venía inmerso en una depresión sin concepto. Leyendo La Peste de Camus, escuchando Alice in Chains. Llevaba un jean con un agujero en la rodilla, una camisa que había comprado hace más de 9 años y un sobretodo, quemado a la altura que cuelga la mano, por usarlo abierto mientras camino fumando. Esa mañana, cansado de mi reflejo, me había rapado yo mismo. Odiándome. Tenía aliento a mil cigarrillos, y no había comido nada en todo el día. Tenía ganas de hace pis, y venía pensando en dónde mear cuando bajara del tren.
Mientras tanto ella seguía siendo perfecta.
Sólo pude mirarla. No quise acercarme. No quería mancharla.
Cuando me bajé, encontré una estación de servicio, hice lo que tenía que hacer, y volví a pensarla. Me di cuenta de lo estupido que fui al verme como tan poca cosa, aun sabiendo que llevaba conmigo un libro de Oscar Wilde en mi mochila. Toda la noche pensé en qué le diría si la volviera a ver. Antes de pasar por casa, me compré algo de ropa, y esa noche intenté dormir sin tener que emborracharme.
viernes, 4 de septiembre de 2009
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